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Revista de Occidente, nº 379. Diciembre 2012
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¿Por qué ese epílogo disruptivo en La cueva de los sueños olvidados (2010), ese giro repentino, inesperado, asintótico, que “contamina” con su bruma y sus efluvios nucleares todo el metraje anterior, nítido, tridimensional, en el que se muestran las maravillas de las cuevas de Chauvet, y afuera el cielo azul, y la naturaleza, bella, saludable? Y es entonces cuando surge la duda: ¿acaso toda la película, esa primicia con acceso “exclusivo” a la cueva para sus cámaras, las exclusivas y bellas imágenes provenientes de la noche de los tiempos eran sólo una excusa para ese final extraviado e inquietante, ese final anfibio, sangre fría que recorre tantas películas de Herzog, en las que, cual fetiche, comparecen cocodrilos, iguanas, serpientes, lagartos o cualquier especie de aligátor?